Comentario
En 1401, con una fuerte carga simbólica -comienzo de un siglo y de un arte-, se convoca el concurso para realizar las segundas puertas del Baptisterio de la Catedral de Florencia. Ese concurso tenía una clara voluntad de continuidad con un proyecto más global (existen unas primeras puertas, de 1336, que se deben a Andrea Pisano) en el que, a la vez, se marcaría con rigor la llegada de una época distinta.
Se presentaron los mejores escultores del momento: entre otros, Jacopo della Quercia, Lorenzo Ghiberti, Filippo Brunelleschi y un joven de quince años llamado Donatello. El tema que todos debían realizar era el Sacrificio de Isaac, episodio que obligaba a demostrar las ideas de cada uno sobre los aspectos principales de su arte: describir una escena de historia, representar la naturaleza, la figura humana e, incluso, un cuerpo desnudo. De los candidatos, Lorenzo Ghiberti (1378-1455), formado como orfebre, convenció al jurado por su dominio técnico de las figuras, por la expresividad de los rostros y, en especial, por el explícito homenaje que realizaba a la estatuaria griega y romana en el cuerpo de Isaac. El exagerado escorzo del ángel y la profundidad de los cuerpos, que abarcaba desde el bulto redondo hasta el bajorrelieve, también actuaron como criterios decisivos para el fallo favorable.
Pero la mitología propia del Renacimiento apunta algo más. Ghiberti debía compartir el premio con Brunelleschi, que había conseguido representar el espacio de manera novedosa y verosímil, pero éste rechazó ese triunfo a medias y abandonó sus intenciones de ser escultor para dedicarse en exclusiva a la arquitectura. No hay duda de que acertó, como veremos más adelante.
Fuera como fuese, Ghiberti asimiló de inmediato la gran aportación de Brunelleschi en ese concurso -la perspectiva y la representación del espacio- como demostraría años después, de 1425 a 1452, cuando realizara los relieves para las terceras puertas del Baptisterio. Éstas son ya obras que debemos calificar, por su sentido de la atmósfera y la profundidad, como de "pictóricas", nada extraño porque desde la década de 1420 la pintura también estaba asimilando las mismas lecciones de Brunelleschi. Sobre todo Masaccio, quien antes de 1428 (fecha de su prematuro fallecimiento) ya lo había logrado en los frescos para las Iglesias de Santa Maria Novella y Nuestra Señora del Carmen (la Capilla Brancacci).
Realizadas durante décadas, las terceras puertas del Baptisterio se sitúan en una posición avanzada respecto a la evolución de toda la escultura quattrocentista. En gran medida por la dificultad para aplicar los nuevos principios del arte, y también porque se mantuvo más tiempo cerca de la tradición tardogótica, ese primer Renacimiento contempla a un grupo de escultores casi únicamente interesados por la expresividad de las figuras o por la recuperación de modelos clásicos, que llevaría a la recreación de géneros como el retrato de medio busto, el retrato ecuestre o la tipología de los sepulcros.
Es el caso de Antonio Rossellino (1427-¿1481?) y su Sepulcro para el Cardenal de Portugal en la Iglesia florentina de San Miniato al Monte, donde emula los relieves clásicos junto a un nuevo tratamiento de las estatuas de bulto redondo; o de su hermano Bernardo (1404-1464), discípulo de L. B. Alberti y autor del Sepulcro de Leonardo Bruni, en la Iglesia de la Santa Croce; Nanni di Banco (1380-1421), autor del grupo de los cuatro evangelistas para la Iglesia de Orsanmichele; el sienés Jacopo della Quercia (1371-1438), antes mencionado al tratar del concurso de 1401; Benedetto da Maiano o la dinastía Della Robbia, formada por los primos Luca y Andrea, y más tarde por cuatro hijos del segundo, activos ya en el siglo XVI. En sintonía con estas personalidades activas principalmente en Florencia, la nueva escultura se extiende por el resto de la península, y así en Roma destacan Pollaiuolo, autor del Sepulcro de Inocencio VIII (1498), Mino da Fiesole o Andrea Bregno; en Bolonia, Niccolò dell'Arca; en Venecia, Pietro Lombardo (1435-1515); y en Nápoles, Pisanello o Isaia da Pisa.
Ninguno se acercó, sin embargo, a la gran figura del siglo, Donatello, seudónimo de Donato di Niccolò di Betto Bardi. Su abundante y original producción permite, por sí sola, entender la historia de la escultura quattrocentista. Nacido en 1386 y fallecido en 1466, en sus comienzos está presente la tradición gótica, de la que conservará en adelante la tendencia a la expresividad, que matiza al ingresar en el taller de Ghiberti. Un dato no menos importante es que a comienzos de siglo había viajado a Roma en compañía de su amigo Brunelleschi, estancia en la que asimiló lo clásico no como un mero repertorio formal, sino como un espíritu, como una fuerza interior.
Esa personal visión de la Antigüedad se pone de manifiesto en su primera gran obra, el David (hacia 1409) del Museo del Bargello, donde a la tradicional pose heroica que recibía el tema se contrapone una gracia no exenta de ironía, en un camino de experimentación formal y ruptura que tendrá su continuidad en otra versión del mismo tema, ya en 1430, en la que el héroe aparece tocado con un gran sombrero rústico. Su mirada perdida desvía la atención del espectador hacia el espacio externo.
Su producción fue muy abundante. Estatuas de profetas para el campanario de la catedral florentina, entre las que destaca Habacuc (1427-1435), de impresionante fuerza emotiva; o la cantoría para la misma catedral, ya en los años treinta y en competencia con Luca della Robbia, a quien se había hecho el mismo encargo. Pero las diferencias son evidentes: lo que en Della Robbia es recuperación fiel del clasicismo, armonía e idealización, en Donatello es dinamismo, profundidad, espontaneidad y vida.
En 1433 las autoridades de la ciudad de Padua le llaman para que realice un retrato ecuestre del caudillo militar o condottiero Erasmo da Narni, llamado "il Gattamelata". Donatello recupera el único precedente de la Antigüedad, la estatua del emperador Marco Aurelio a caballo, en Roma; en el encargo de Padua el escultor realiza un movimiento estratégico muy interesante porque también ponía en relación un tema del presente con el pasado imperial. Un arte y un caudillo como los del glorioso pasado pero, al mismo tiempo, inequívocamente actuales. Por último, la estatua estaba destinada a ocupar el centro de una plaza, lo que le añadía valor único como elemento que configura el espacio urbano, anticipando el que sería uno de sus valores más destacados en los siglos posteriores, el de la estatuaria conmemorativa.
En los últimos años de su vida, Donatello se interesó más por el valor expresivo de los materiales, unido por un cierto desencanto personal, en obras como Judith y Holofernes o la Magdalena. Esta última fue realizada en madera, por considerar que podría expresar mejor los sentimientos de soledad y dolor.
Fue tan difícil seguir su estela que sólo Verrocchio (seudónimo de Andrea di Francesco di Cione, 1435-1488) pudo acercársele. Protegido de los Médicis, realizó para ellos el Sepulcro de Piero y Giovanni de Médicis (1472) en la Iglesia de San Lorenzo. Pocos años después, en 1479, recibió de la ciudad de Venecia el encargo de realizar un monumento ecuestre, dedicado al condottiero Bartolommeo Colleoni. Aunque la referencia esencial es el precedente de Donatello, Verrocchio añade mayor intensidad dramática, en el movimiento y gesto de jinete y montura. Pese a su calidad como escultor, Verrocchio sería recordado en los libros de historia por ser el maestro de pintura de Leonardo da Vinci.
Mientras tanto, en la pintura sucedió inicialmente algo similar al panorama esbozado para la escultura. El equivalente genial de Donatello es Masaccio, quien desde el comienzo del periodo sienta ya las bases para todo el siglo. Masaccio (seudónimo de Tommaso di Giovanni di Mone Cassai, 1401-1428) parte de las aportaciones de su amigo Brunelleschi acerca de la perspectiva y la representación del espacio sobre las dos dimensiones; de hecho, el arquitecto colaboró activamente en el fresco dedicado a la Trinidad (hacia 1425) para la Iglesia de Santa Maria Novella, con la que Masaccio da por inaugurada la pintura renacentista.
A partir de un estudio detallado de la luz y el color, que rompía bruscamente con las convenciones del gótico, y de unas composiciones muy elaboradas, Masaccio convierte la pintura en un arte que no sólo servirá para contar historias sino que además aportará sugerencias de todo tipo al espectador. Con el énfasis en el aspecto ilusionista del arte también ganó la admiración de sus colegas y, en general, de toda la sociedad. El gran manifiesto de su pintura revolucionaria fue el ciclo de frescos dedicado a la vida de San Pedro que realizó, hacia 1427-1428, junto a Masolino (1383-1440), por encargo de la familia Brancacci para la Iglesia florentina de Santa María del Carmen.
Masaccio utiliza el espacio real de la capilla para crear con mayor fuerza la ilusión de otro espacio, el fingido por la pintura. Para ello va a tener en cuenta incluso los vanos que iluminan la estancia y la dirección de los rayos de sol sobre esas paredes. Dos de los paneles más conocidos son la Expulsión del Paraíso y El Tributo de la moneda, situados uno junto al otro. En el primero el artista combina el estudio naturalista de las figuras con las referencias a modelos clásicos; destaca el sentido de profundidad, que logra con la incidencia de una fuerte luz lateral que muestra los cuerpos en todo su volumen y con el movimiento de piernas y brazos. Por último, los rostros reflejan de manera creíble -una de las claves de la obra- la tragedia de esa historia bíblica.
En El Tributo de la moneda Masaccio será mucho más radical. Representa tres momentos de la misma historia pero en tres espacios diferentes, si bien unidos por los mismos paisaje y atmósfera. También la agrupación de figuras es intencionada y si en el centro es Jesucristo el que congrega a los apóstoles, a la derecha la figura aislada de Pedro cobra todo el protagonismo, como prefiguración de la Iglesia en tanto en cuanto intermediaria entre Dios y los hombres, entre Cielo y Tierra.
En realidad, esta forma de expresar los mensajes religiosos era bastante intelectualizada, muy habitual en la cultura humanística, y exigía un público avezado en magnitudes y escalas. Pero aun así no perdía inmediatez y se hacía útil para cualquier fiel debido al empleo del color, la sombra o el espacio. Un aspecto complementario de este ciclo -y, en general, de toda la obra de Masaccio- es el triunfo de las figuras monumentales, con una tendencia a la geometrización que le sitúa como un pintor que recoge la tradición de Giotto y que anticipa el arte de Piero della Francesca.
Con la silueta de Masaccio como telón de fondo, la pintura del Quattrocento contempla durante el resto del siglo XV un combate sordo entre tradición y renovación. Los primeros entendían compatibles los avances científicos del nuevo arte con la herencia de la Edad Media, y abogaron por una pintura capaz de sintetizar lo mejor de cada periodo. De hecho, siguieron manteniendo algunos recursos del gótico internacional como los fondos dorados, la estilización de las figuras o la tendencia al carácter decorativo de las composiciones.
Lorenzo Monaco; Gentile da Fabriano (1370-1427), perteneciente a la Escuela de Umbría; su discípulo Pisanello o, en Venecia, Gentile Bellini son los principales representantes de esta opción, a la que añaden ecos orientalistas en el tratamiento exquisito de los detalles, lo que refleja un admirable afán de observación de la realidad.
Pisanello (seudónimo de Antonio Pisano, hacia 1380-1455), en obras como San Jorge y la princesa (hacia 1430) o el retrato de Ginevra d'Este mantiene el hieratismo de la última Edad Media, reforzado por su dibujo casi escultórico. Trabaja en la decoración del Palacio Ducal de Venecia y en la Corte de los Gonzaga, en Mantua, y de los Este, en Ferrara. Su intensa itinerancia por las Cortes italianas habla de la vigencia que seguía manteniendo el gótico internacional, eso sí, rejuvenecido por las aportaciones del Renacimiento.
Una figura más difícil de encuadrar en este panorama es Fra Angelico (seudónimo de Guido de Pietro, hacia 1400-1455). Dedica toda su vida a la pintura religiosa, en un estilo cercano al gótico internacional, con el predominio de los colores oro y azul, pero en su misticismo entiende las cualidades que posee la nueva luz del Renacimiento; se dedicó a observar sus efectos y a aplicarlos en figuras cada vez más monumentales. El cambio brusco, el que va desde su admiración por Gentile da Fabriano a la posterior por Masaccio, empieza en el ciclo para el Convento florentino de San Marcos, iniciado en 1438 y concluido en 1446. En este año realiza en Roma su última gran obra, los frescos para la Capilla Niccolina del Vaticano, con escenas de la vida de San Esteban y San Lorenzo.
También fue fraile Filippo Lippi (1406-1469) aunque pronto abandona esa vocación y se integra en la sociedad civil. En la contemplación de su obra se advierte un giro, desde la austera devoción religiosa que mostraba Fra Angelico hasta la ternura que dominan las Vírgenes con Niño de Lippi. El enorme éxito que alcanzó con estas composiciones es un síntoma evidente del cambio de sensibilidad que se estaba operando en esa sociedad, cada vez más refinada y sensual.
Frente a esa visión amable del arte, de un arte entendido además en términos casi exclusivos de narración, dos pintores se sitúan en el extremo opuesto: Paolo Ucello (seudónimo de Paolo di Dono, ¿1397?-1475) y Andrea del Castagno (1423-1457). Ucello se formó junto a Ghiberti y Donatello, quienes le enseñaron el valor del volumen y la perspectiva, que él convertirá en obsesión. Una de sus primeras obras es la pintura al fresco que existe en la catedral florentina, dedicada al condottiero John Hawkwood (1436). Décadas más tarde firmaría su ciclo más célebre, las tres escenas sobre la Batalla de San Romano para el Palazzo Medici (1456), donde se celebraba un triunfo militar de Florencia sobre su eterno rival, Siena. Son un erudito ejercicio técnico en el que demuestra su habilidad para los escorzos, las diagonales, los planos en profundidad y el trompe l'oeil, el engaño visual al espectador.
Andrea del Castagno también pertenece a esa generación interesada en los avances técnicos y científicos posterior a Masaccio, de quien asimilaría los elementos básicos de su estilo. Entre 1445 y 1450 realiza una importante Última Cena para el refectorio de la Iglesia de Santa Apolonia, en Florencia: Jesucristo y los apóstoles son representados con actitudes intensamente humanas, reforzadas por una luz intensa que delimita marcadas zonas en sombra; tras ellos, y en la pared de fondo, unas planchas imitan a la perfección el mármol veteado. Del Castagno también es autor de un fresco que representa al condottiero Niccolò Tolentino (1456) destinado a la catedral florentina y contrapuesto al que ya había realizado allí Paolo Ucello veinte años antes.
Esta opción "científica" de la pintura italiana culmina en el siglo XV con Piero della Francesca (1420-1492).
Después de unos años iniciales colaborando con Domenico Veneziano, hacia 1450 viaja a las Cortes de Ferrara, Urbino y Arezzo, ciudad cercana a su pueblo en la que realizará su ciclo más relevante, la Historia de la Santa Cruz para la Iglesia de San Francisco (1452-1462).
En 1459 decora la estancia de Pío II en el Vaticano, por desgracia perdida. Mucho tendría que ver con este encargo su amistad con L. B. Alberti, que él va a reflejar en el dominio de la nueva representación espacial. Sobre todo, su biografía está vinculada a la Corte de Urbino, gobernada por Federico de Montefeltro, a quien realizará un retrato doble (también de su esposa) y a quien dedicará su importante "Tratado de la Perspectiva en la Pintura", realizado con la ayuda del matemático Luca Pacioli. Considerado uno de los artistas más cultos del Renacimiento, también será el autor de un tratado sobre la importancia de la geometría como intérprete del mundo, titulado "Sobre los cinco cuerpos regulares".
También la pintura de Piero della Francesca es un constante ejercicio intelectual, una reflexión sobre la forma y el color entendidos en términos racionales. Por eso tienen un papel decisivo la geometría -en la tendencia de los cuerpos a su reducción máxima- y la luz, muy blanca, que convierte a las figuras en esquemas casi abstractos; así se observa en obras como el Bautismo de Cristo (1440-1445) o la Sagrada Conversación (1472-1474), en la Pinacoteca Brera de Milán, más conocida como La Madonna del huevo por el objeto que cuelga del techo y que ha llevado a múltiples hipótesis sobre su presencia.
Pasión por la Antigüedad. Muy vinculado a estas novedades se sitúa Andrea Mantegna (1431-1506) que aprende de su maestro Squarcione y de las obras que había dejado Donatello en Padua. En 1448, con apenas 17 años, se le encarga la decoración de la Capilla Ovetari, en la Iglesia de los Ermitaños de aquella misma ciudad. Mantegna es uno de los pintores del Renacimiento más apasionados por la Antigüedad, en una actitud "arqueologizante"; en este sentido destaca la serie de grisallas sobre El triunfo del César, que se halla en la residencia británica de Hampton Court.
Artista muy vinculado a las Cortes, para el Palacio Ducal de Mantua realiza la decoración de la Cámara de los Esposos (1465-1474), un prodigio de ilusionismo en el que recrea la imagen del Cielo y de algunos personajes en una perspectiva de abajo arriba que será fundamental para el arte barroco. El afán por demostrar su dominio técnico es, asimismo, la causa de una de las obras más impactantes de todo el siglo, el Cristo muerto (hacia 1470) de la Pinacoteca Brera en Milán, con uno de los escorzos más audaces del momento.
Cuñado de Giovanni Bellini, su arte influye en la formación de la naciente Escuela veneciana, junto a la llegada de Antonello da Messina en 1475, el introductor de la pintura al óleo, técnica que había observado en los artistas flamencos; el legado de Mantegna también alcanza Milán o Ferrara, donde Cosme Tura (1430-1495) añade una mayor expresividad a ese estudio fiel de los modelos clásicos.
En las últimas décadas del siglo, la pintura florentina contempla el resurgir de la narración frente al experimentalismo científico. La culminación de este planteamiento se produce con Benozzo Gozzoli (1420-1497) y su Adoración de los Magos (1459), donde conviven recuerdos del gótico con un detalle en la descripción de los rostros plenamente renacentista. Realizada con motivo del Concilio ecuménico que convocó Cosme el Viejo en 1439, allí aparecen algunos miembros de la familia Médicis, entre ellos el joven Lorenzo, quien cabalga entre el patriarca de Constantinopla y el último rey de Bizancio.
Mucho más afín a las formas contemporáneas resulta Domenico Ghirlandaio (seudónimo de Domenico Bigordi, 1449-1494), que lleva la pintura narrativa a su apogeo. Tanto su espléndida serie de retratos (Giovanna Tornabuoni, 1488; Retrato de un anciano con su nieto,) como los ciclos de pintura al fresco, por ejemplo el dedicado en Santa Maria Novella a la vida de la Virgen y San Juan (1486-1490), ofrecen la imagen más fiel de la sociedad florentina de fines de siglo.
Esa tendencia a la narración culmina con Sandro Botticelli (1444-1510), aprendiz del taller de Filippo Lippi y muy vinculado a la Corte medicea. Lorenzo el Magnífico le erigió en portavoz de la embajada de pintores que envió a Roma para decorar, entre 1481 y 1483, la Capilla Sixtina (dedicada al Papa Sixto IV). Dicha serie de escenas, muy elogiada en su tiempo, fue realizada por el propio Botticelli, Ghirlandaio, Cosimo Roselli, Pinturicchio y Luca Signorelli.
Un primo de Lorenzo el Magnífico, Lorenzo di Pierfrancesco de Médicis, le encargó las que sin duda son sus dos obras más espectaculares, La Primavera (1478) y El nacimiento de Venus (hacia 1480). Ambas encierran un complejo sistema de interpretación en el que se incluyen referencias a la mitología, a la filosofía neoplatónica (triunfante en la Corte de los Médicis) y a la propia identidad de Florencia. Todo ello expresado mediante un lenguaje de formas elegantes y colores armoniosos que se convierten, como canto de cisne, en el final de un largo recorrido. Más allá de Botticelli, sólo Leonardo da Vinci.